Ubicación del otro

Néstor Tato.-

Gramaticalmente considerada, la conciencia se expresa en la dimensión de la primera y segunda personas del singular: yo y tú.

Estrictamente, la conciencia solo es primera persona. Solo puede ser expresada por “yo” en la inmediatez de la vivencia.

Pero la conciencia es interferida por otra conciencia que se presenta ante ella como un tú, en la inmediatez de la interacción con el otro que tiene enfrente.

Las personas correlativas del plural son extensiones semánticas de aquéllas y la tercera persona suele ser, por lo general, la objetivación de una conciencia ajena que implica la mera consideración de su comportamiento, de solo su manifestación externa, con todo lo que tiene de identificación corporal.

De modo que, en relación, toda conciencia existe en el modo del enfrentarse a otra, en el hacerse-presente-ante[1] y, simultáneamente, tener–presente-ante-sí otra conciencia. Esto es, saberse en el campo de presencia de (o percibida por) otra conciencia. Pero por serme ajena y por ser solo indirecto el acceso a esa conciencia enfrentada, el tú se constituye como un otro, como distinto.

Ese otro, semejante o diferente de mí, es el objeto de mis intenciones y, por tanto, destinatario de mis conductas.

Con ese otro desconozco o reconozco la realidad, compartiendo los nombres con que llamamos los diversos objetos que nos rodean.

Con ese otro reproduzco o transformo la realidad, ya sea en acuerdo o desacuerdo, ante su indiferencia (o la mía).

Con ese otro participo de esta realidad que nos contiene, que nos ha generado y necesita de nosotros para regenerarse, sin ser necesario que nos demos cuenta de ello para que esa función se cumpla.

Por él también transcurre el tiempo, como transcurre a través mío y de cada una de las conciencias con que me relaciono. Con él reproducimos o transformamos el mundo que nos rodea, pero siempre convergiendo o divergiendo en el tiempo. Desde nuestra vivencia esto se registra como los modos del acuerdo y del desacuerdo que entrelazan los intereses organizadores de nuestros tiempos personales, determinados por el cuerpo, por las necesidades y los deseos, por el ansia de la apetencia que se vuelca sobre lo material.

Los intereses que instrumentan lo material, convergen en el tiempo. Con frecuencia lo hacen en el modo del desacuerdo, cuando menos, o como oposición generada por dos intenciones similares pero contrapuestas por los “para-mí” que las generan, como destinatarios de la posesión.

Es en ese punto donde la coexistencia encuentra su punto crítico. Entonces se hace manifiesta la necesidad de una organización de las intenciones para evitar su entrechocamiento y la casi inevitable secuela de supresión, aniquilamiento o sojuzgamiento.

Función del otro: la Regla de Oro

Una vieja máxima jainista, quizás la más vieja formulación de este principio de conducta, dice que debemos tratar a todas las criaturas como queremos ser tratados. Mateo la recoge en su Evangelio (7, 12) como “la Regla de Oro”: “Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los Profetas.”[2]

Este principio de conducta establece la pauta de conducta más universal que podemos encontrar y se la encuentra en las más variadas tradiciones. La clave psicológica que encierra es que el otro es como yo. Es otro yo, me espeja. Es lo que hoy se conoce como mecanismo de proyección[3], que también fue mencionado antes en el mismo Evangelio[4] .

De modo que el otro no solo es destinatario de mi conducta, sino que es un apoyo para mi autoconocimiento, brindándome la oportunidad de realizar acciones reparatorias que terminan en mí. Porque inversamente, todo lo que hago a otro, me lo hago a mí mismo.

Esta sutil imbricación con el otro no suele ser tenida en cuenta al “calcular” los resultados de nuestras acciones.

Esto implica que lo mejor es no interferir con las acciones de otro. No meterme con él. Eso no quiere decir que no le dé mi opinión, si me lo pide; o que no lo ayude, si me lo pide. Por supuesto, esto es una indicación relativa, no absoluta. En todo caso, lo más atinado es preguntar porque respecto del otro y sus intenciones jamás se tiene suficiente información.


[1] Tal el sentido del verbo latino existo, existere que puede sacarse como promedio de sus acepciones (Dicc. Latino Español Spes, 1960).

[2] Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, 1967, p. 1312.

[3] “En sentido propiamente psicoanalítico, operación por medio de la cual el sujeto expulsa de sí y localiza en el otro (persona o cosa) cualidades, sentimientos, deseos, incluso ‘objetos’ que no reconoce o rechaza en sí mismo.” Diccionario de Psicoanálisis, J. Laplanche-J.B. Pontalis.

[4] 7, 2: “Porque con el juicio que juzguéis, seréis juzgados, y con la medida que midáis se os medirá a vosotros. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?”La comparacion entre la brizna y la viga permite inferir una paradoja en la proyección: lo negativo es advertido en otro por sus mínimos rasgos cuando en uno el defecto es mayor. Inversamente, nos fascinamos con virtudes ajenas (caso del enamoramiento) cuando en uno son más destacables, pero también nos pasan desapercibidas.


Néstor Tato
Agradeceré cualquier comentario a ntatom@gmail.com. Abogado, mediador, investigador del Centro de Estudios Humanistas de Buenos Aires «Mayte de Galarreta».


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